"Estos canutos siempre andan con suerte"
El hermano Herán Riquelme relató este testimonio acerca del cuidado de Dios sobre sus hijos. Esta experiencia la vivió hace unos meses en la cordillera, allá en el sur de Chile a unos 80 kilómetros de Osorno. La historia comienza el día que Don Herán viajó a buscar una carga de leña en su camión, arriba en la cordillera, casi en el lado argentino. El viaje de ida se desarrolló con toda normalidad. Fue una mañana tranquila y rápidamente el camión estaba lleno, la carga preparada, el trato cerrado y don Herán listo para regresar a Osorno.
Poco después del mediodía comenzó el regreso. “Atravesé la cordillera en tres tiempos”, aseguró Herán. En su relato dice: Ya estaba fuera del sector cordillerano cuando enfrentamos una larga bajada. Iba tan contento por el día, por el negocio, por llevar leña buena, que tenía ganas de cantar y darle gracias a Dios por sus bendiciones. Sin embargo, algo comenzó a molestarme, continúa su relato, una voz me decía “engancha, engancha”. A regañadientes decidí enganchar el camión y seguí contento.
Casi en la mitad del descenso, me di cuenta que el camión se me estaba yendo hacia afuera del camino. Sólo traté de controlar la dirección; pero el camión comenzó a enredarse en el barro, en los matorrales que bordeaban el camino y siguió su descenso, cada vez más inclinado hasta que terminamos enterrados en el barro, volcados y con la carga toda en el suelo.
(imagen ilustrativa)
Con mucha dificultad logré salir del camión; los jornales que iban conmigo no pudieron abrir la puerta de su lado, así que todos salimos por la única puerta libre. Me paré frente al camión y miré la escena. Daba pena ver mi camión volcado, hundido en el barro, enredado en las zarzas y matorrales del lugar. Un poco más allá la quebrada con su profundidad y los peligros de una caída seguramente fatal.
Comencé a caminar sin rumbo fijo. Sólo pensaba en caminar y pedir a Dios que me ayudara en este problema. Caminé como 50 metros y algo apareció. Quién iba a esperar que allá arriba, en medio de la nada apareciera una pequeña casa, y al lado de ella un tractor. Me acerqué y comencé a llamar: ¡Aló! ¿Hay alguien? Una niña salió: “mi abuelito no está, vuelve a la tarde”, me dijo. Conversé con ella y quedamos de acuerdo en que su abuelito me podría ayudar y que yo le iba a llevar una sandía de regalo. Volví al camión y comenzamos a tratar de limpiar alrededor de él. Con una pala tratamos de mover el barro y despejar las ramas que atrapaban al vehículo.
Como a las cinco de la tarde llegó el vecino, su tractor era pequeño y por más esfuerzo que puso no conseguía mover el camión. “Señor, por favor ayúdame” era mi oración, mientras seguíamos con la pala. La tarea parecía imposible, mis rodillas me dolían y las fuerzas se acababan sin que lográramos mover la pesada máquina.
Volví al camino “Señor, por favor ¿Hay alguna otra cosa que puedas hacer?” Terminé esa sencilla oración y veo que por el camino vienen bajando dos furgones de transporte de personal. “Señor, ¿Qué le pasó?”, preguntó el capataz de la cuadrilla de obreros forestales que viajaban en los furgones. Casi 20 de ellos, totalmente equipados que miraban con cara de asombro. “La quebrada a metros”, decía uno de ellos y se persignaba. “Es un milagro”, decía otro de ellos. Los miré y les dije: “Soy hijo de Dios y él siempre me cuida en los viajes”. El jefe suspiró y dijo: “Estos canutos siempre andan con suerte”. Amigo, le vamos a ayudar, dijo después. De inmediato los obreros comenzaron a trabajar, parecían arañas alrededor de la máquina. En media hora tenían el camión libre. Pasaron un cable por el eje, el tractor tiró y el camión se enderezó y estuvo listo. No tenía nada con que agradecer a esos obreros; hasta que recordé que tenía ejemplares del Nuevo Testamento en el camión. Los repartí y me alcanzó para todos ellos, los que siguieron su viaje de regreso a la ciudad.
Traté de soltar el resto de la carga pensando sólo en regresar a Osorno antes que cerrara más la noche. Cerca de las once de la noche apareció otro camión. La sorpresa fue ver al hombre que me vendió la leña. Don Herán ¿Qué le pasó? Amigo, respondí ¿Qué hace usted aquí?, le pregunté. Él me contó que su esposa le había pedido que regresara porque estaban de aniversario de matrimonio. Él no quería volver; pero estaba tan inquieto que decidió bajar y los obreros no quisieron quedar solos arriba así que ahí estaban todos. “Vamos a cargar la leña otra vez”, dijo el hombre. “Si la deja aquí la va a perder”. Este sector es peligroso. Mientras estábamos en eso llegó la nieta del vecino del tractor. “¿Sabe? No quiero nada, sólo quiero ese libro que le regaló a los hombres”. Mi abuelita me cuenta historias de ese libro; pero ella no tiene y no siempre las recuerda completas”
Pasada la medianoche comenzamos el regreso a Osorno, con la carga, todos cansados; pero sanos y salvos. El hombre que me había vendido la leña venía atrás nuestro; “Por si acaso”, me dijo. Un poco más allá me encontró mi hija, que había salido a buscarme. Traía café caliente y algo para comer. Muy agradecido del Señor y de su cuidado volvimos a Osorno para dormir en casa.
Al otro día regresé al lugar para agradecer a la familia del tractor. Le llevé la Biblia a la familia y también una gran sandía y una bolsa grande de cebollas. El abuelo me recibió y me contó que una vaquilla había quedado atrapada en un cerco y que tuvo que sacrificarla. “Llévese esta pierna, ¿qué voy a hacer con tanta carne?” Por favor, venga a vernos y conversemos de ese libro. Por aquí no hay iglesias ni otras personas.
¿Por qué tuve el accidente en ese lugar? Porque Dios quería mostrar su poder, su amor, su cuidado y confirmarme su presencia. Porque Dios quería mostrar su grandeza y autoridad sobre los obreros forestales. “Los canutos siempre andan con suerte”. Una frase que es testimonio de lo que Dios puede hacer a favor de los suyos. Porque había una familia por la cual orar y a la cual compartir el mensaje. Ahora sigo yendo a verlos cuando paso por ese camino. Sigo orando por ellos y sigo creyendo que Dios siempre tiene oportunidades para que sus hijos den testimonio de su evangelio eterno.
Relato de Herán Riquelme Díaz.